Además de emplear técnicas de control del riesgo, los que no eran la élite buscaban diseminar el riesgo mediante la diversificación
con el fin de limitar las consecuencias de potenciales inconvenientes. Los campesinos cultivaban diversos
productos, no fuera a ser que la plaga acabara con alguno [La autarquía, el no depender del mercado, era
una virtud]. Cuando era posible, se
enviaba a los miembros más jóvenes de la familia a trabajar como aprendices [por
ejemplo, en las fábricas de ánforas] para que aportaran una valiosa renta
adicional de una fuente menos dependiente de los rendimientos agrícolas.
Esta actitud permeaba todo cuanto hacían, así que cuando se enfrentaban a una
enfermedad les parecía natural utilizar diferentes recursos para hallar una
cura, ya fueran los ensalmos mágicos, los remedios populares o la medicina
griega. También era necesario granjearse
benefactores, de modo que en tiempos de escasez fuera posible contar con su
ayuda. Establecer redes de amigos, parientes y vecinos era una forma
esencial de tener un seguro para los malos tiempos. El mantra
«disemina el riesgo, diversifica las fuentes de ingresos»
formaba parte de la vida de la no élite [o sea, de los que no
pertenecían a la casta dirigente, que podían arriesgar lo que les
sobraba].
En muchos sentidos
la actitud popular hacia la volatilidad derivaba de su idea del «bien
limitado». La no élite veía todo como un juego de suma cero. Le iba bien en la medida en que a otro le iba mal. Además, la idea
del «bien limitado» implica que la buena
suerte de otro es una amenaza directa para la propia. De hecho, una
desgracia podía considerarse consecuencia directa de la ganancia obtenida por otro.
Adoptar esta posición era sensato en una
sociedad en la que el crecimiento económico era prácticamente cero [como es propio
en un mundo no capitalista, sin producción industrial]. Si el pastel siempre
tenía el mismo tamaño, quien se llevaba un buen trozo lo hacía a expensas de
otra persona. Esta es la razón por la que echar maldiciones a los rivales sociales no era sencillamente un
resultado de la «envidia, alimentada por el chisme», sino un intento
desesperado de la gente para impedir, invocando un ataque sobrenatural, que
alguien le quitara lo poco que tenía y la dejara varada en el lado equivocado
del umbral de subsistencia.
De igual forma, la creencia en el poder de la suerte, una creencia que la no élite parece haber compartido de manera casi uniforme,
puede interpretarse como una confianza
en el poder del equilibrio, en que a largo plazo la suerte sería igual para
todos. Esto no es más que otra reformulación de la hipótesis del bien
limitado. Si una persona estaba
teniendo más suerte de la que le correspondía, ello significaba, por
definición, que debía estar haciendo trampa o utilizando poderes mágicos para
manipular las cosas [existía el crimen de
veneficio (con v de “veneno”), o sea de envenenamiento de la tierra para
que produjera más de lo normal]. La única respuesta racional a una
situación semejante era lanzar un contraataque para intentar volver a una
posición de equilibrio, a través de medios como las maldiciones. Esta era la mentalidad engendrada por una
sociedad que fomentaba el miedo, la envidia y la rivalidad intensa entre sus
miembros. La gente no solo luchaba por obtener un sustento básico, sino
también por lo que podría denominarse su «estatus de subsistencia». La no élite estaba preparada para actuar de
forma enérgica con el fin de conservar sus limitados intereses y prestigio en
el mundo si percibía que alguien le atacaba.
Ahora bien, ¿funcionaba
esto? Es decir, este enfoque para la resolución de los problemas, ¿hacía a
quienes formaban parte del pueblo seres humanos felices y realizados? Eso es
demasiado difícil de decir, pero lo que la
economía de la felicidad puede decirnos es que ese enfoque era conveniente para maximizar sus niveles de
satisfacción en general en vista de los pocos recursos que tenían a su alcance.
La paradoja de Easterlin señala que en
los niveles de renta bajos la felicidad aumenta de forma rápida solo con que
se produzcan pequeños incrementos en la renta, pero no más allá. Las
aspiraciones de las personas aumentan con sus ingresos y, después de que han satisfecho sus necesidades básicas, la mayoría solo
se siente satisfecha si se encuentra en una mejor situación en relación a
otros. Los ricos, al parecer, son como perros dedicados a perseguir la
cola de su propia felicidad y únicamente están contentos cuando son más ricos
que su vecino.
Roma era un mundo en el que incluso pequeños cambios en la renta o la suerte podían tener un
impacto considerable en la calidad de vida del individuo medio. Asimismo, es
posible que esos cambios tuvieran efectos concomitantes significativos sobre
su posición relativa dentro de la comunidad, lo que probablemente habría tenido
un impacto adicional sobre su calidad de vida. Por tanto, como es natural, el
romano medio se concentraba en hacer todo lo que estuviera a su alcance para
garantizar la obtención de esos pequeños incrementos de renta que aumentarían
su estatus, y evitar al mismo tiempo esos golpes desgarradores con que podía
perderlo. Como dijo Agustín [In Psalm
99.4], cuando la cosecha es abundante
los trabajadores «cantan llenos de alegría» en los campos. O, como es
tradicional decir en Islandia cuando se gana el bote, «¡Ballena varada!».
Jerry Toner, Sesenta millones de romanos: La cultura del
pueblo en la Antigua Roma, Ed. Crítica, Barcelona. 2012, pp. 27-29.
COMENTARIO:
Esta mentalidad no progresista fue superada
con el triunfo de la Ilustración racionalista y el desarrollo del
capitalismo mercantil de consumo, que ha hecho que
la esperanza de vida haya subido para los individuos (no para la colectividad) en todo el planeta. El
problema se plantea cuando la perspectiva
de una explotación infinita de los recursos (que son sin embargo de carácter finito) hace
impensable el equilibrio en el marco de una Naturaleza que tiene carácter
limitado. Indefectiblemente el desarrollo de las posibilidades del
individuo concreto ha hecho inviable la permanencia del hombre sobre la Tierra
a medio plazo. Lo que gana el individuo lo pierde la comunidad y se rompe el
equilibrio necesario. La infinitud
teórica de tipo racional, propia del racionalismo contemporáneo, choca con
nuestra inmediata realidad, que se nos muestra limitada, finita.
ADDENDUM:
Mira las dos infografías siguientes publicadas por Le Monde
( http://passeurdesciences.blog.lemonde.fr/2012/05/20/combien-y-a-t-il-d-eau-sur-terre/
) donde se muestran tres bolitas de agua.
La bola más grande, que está en la primera imagen, es toda el agua que hay en
la Tierra. En la segunda imagen, la bola mayor es el agua dulce (incluidos los
hielos polares). El puntito mínimo es el
agua dulce realmente disponible para los siete mil millones de humanos y
demás
compañía consumidora del recurso. Los recursos no son infinitos, como
quisiera una sociedad de consumo como la nuestra. O sobra consumo o
sobran individuos. Si se quiere que el sistema del capitalismo
consumista ilimitado se mantenga (como se pretende) habrá que eliminar
una buena parte de los consumidores para que los demás sigan adelante.
No hay más remedio.
No lo hubiera dicho, pensaba que el volumen sería
bastante mayor, la intuición es engañosa. (Creo que voy a dejar de ducharme).